Tener o no hijos es una de las muchas decisiones que definirán el futuro de los nacidos en las últimas décadas de una forma que sus padres y abuelos nunca imaginaron. ¿Debe un veinteañero hacerse cargo de la granja familiar en el oeste de Kansas, mientras la prolongada sequía y la disminución de las reservas de agua subterránea reconfiguran la agricultura en Estados Unidos? ¿Debería un recién graduado en Phoenix, que sufrió 103 días de temperatura altas extremas en 2019 y que, para 2050, se parecerá más a Bagdad (Irak), mudarse al norte a una región más fresca? ¿Debe una pareja de Virginia Beach contratar una hipoteca a 30 años sobre una casa que se encuentra en una llanura inundada?
Estas decisiones tan controvertidas, combinadas con la creciente ansiedad sobre la evolución de la Tierra a medida que se calienta, han creado una brecha cada vez mayor entre los jóvenes, que ven su futuro a través de la lente de la enorme alteración del clima que se avecina, y las generaciones mayores, que no vivirán para ver lo peor.
“La gente me dice que sólo tengo 16 años y que esto es algo de lo que no tengo que preocuparme a mi edad”, cuenta Seryn Kim, quien vive en Brooklyn, Nueva York. “Pero he crecido con mis amigos bajo la sombra de un reloj que avanza”.
Los hijos del cambio climático pronto superarán en número a los que crecieron antes de que la crisis despegara. Las encuestas muestran que los jóvenes están mucho más preocupados que sus mayores, pero es difícil predecir si esta población en rápida expansión puede obligar al mundo a actuar con decisión a tiempo para frenar las emisiones.
El nivel de ansiedad puede ser aplastante. Más de la mitad de los 10 000 jóvenes encuestados en un estudio mundial publicado el pasado mes de diciembre en The Lancet estaban de acuerdo con la afirmación “la humanidad está condenada”. Casi la mitad de los encuestados dijo que la preocupación por el estado del planeta interfería en su sueño, su capacidad de estudiar, de jugar y de divertirse.
“Creo que se trata de una respuesta tanto a presenciar catástrofes medioambientales como a ver cómo adultos enormemente poderosos anteponen una y otra vez el estrecho interés propio a la supervivencia colectiva”, afirma Daniel Sherrell, de 31 años, activista climático y escritor.
“Lo que nos sorprendió fue lo asustados que estaban”, dice Caroline Hickman, psicoterapeuta británica y autora principal del estudio de The Lancet. “Los niños se lo toman como algo personal. Sienten que lo que le estamos haciendo a la naturaleza, se lo estamos haciendo a ellos”.
¿Cómo convertir la “eco-ansiedad” en acción?
Emily Balcetis, profesora de psicología de la Universidad de Nueva York, ha observado cómo se amplía la brecha generacional en su propia casa de una forma que pone de manifiesto claramente la diferencia, y la ha sorprendido. A sus 42 años, es dos años mayor que el millennial de más edad, pero recuerda que cuando era una colegiala se enteró por primera vez en la televisión de la existencia de osos polares hambrientos. No pudo soportar el programa y lo apagó, dice, y añade: “Supongo que estaba en negación”. Ahora su hijo, Matty, se ha enterado (en preescolar) de esas mismas amenazas para esos animales.
Si el tema del cambio climático parecía demasiado abstracto para los niños en los años 90, los tiempos han cambiado, como le recordaron a Balcetis una noche cuando puso la cena en la mesa en un recipiente desechable. Matty rompió a llorar. “Mamá, no podemos reutilizar ni reciclar este plato”, gritó.
“Eso me afectó mucho”, dice ella. “Soy de la generación mayor que no siente esa angustia”. Matty tiene cuatro años.
En respuesta a los jóvenes que se sienten abrumados, la Universidad de Washington, en Bothell, ofrece un curso sobre el duelo ecológico, impartido por Jennifer Atkinson. Proporciona a sus alumnos herramientas como rituales de duelo y ejercicios de atención plena para ayudarles a sobrellevar sus emociones. El primer paso, dice, es reconocer a fondo el propio dolor.
“El verano solía ser la gran recompensa después del interminable y gris invierno en este lugar”, recuerda Atkinson. “Ahora esa expectativa ha sido arrebatada por la temporada de incendios forestales, en la que no se puede respirar al aire libre”. Para empeorar las cosas, el verano pasado una enorme cúpula de calor se cernió sobre la región, dando lugar a semanas con las temperaturas más altas jamás registradas en el noroeste del Pacífico.
Sus alumnos sienten una mezcla de “tristeza, miedo e indignación” ante los cambios que han visto en sus más de 20 años de vida, enfatiza Atkinson. No les dice que eviten estas “emociones negativas”, que en realidad no son negativas en absoluto, dice, sino una respuesta saludable a la pérdida.